
Parroquia Ntra. Sra. del Carmen

Domingo 34° - Jesucristo Rey del Universo
Lectura del santo Evangelio según san Lucas (23, 35-43):
Después de que Jesús fue crucificado, el pueblo permanecía allí y
miraba. Sus jefes, burlándose, decían: «Ha salvado a otros: ¡que se
salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!»
También los soldados se burlaban de Él y, acercándose para ofrecerle
vinagre, le decían: «Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!»
Sobre su cabeza había una inscripción: «Éste es el rey de los judíos».
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres
tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
Pero el otro lo increpaba, diciéndole: «¿No tienes temor de Dios,
tú que sufres la misma pena que Él? Nosotros la sufrimos justamente,
porque pagamos nuestras culpas, pero Él no ha hecho nada malo».
Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino».
Él le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso».
¡¡¡Hoy estarás conmigo!!!
Hermoso modo de terminar el año de la misericordia con este Evangelio. Jesucristo Rey del universo. Jesucristo reina desde la cruz.
«En la cruz, Jesús se encuentra a la “altura” de Dios, que es Amor. Allí se lo puede “reconocer”. Jesús nos da la “vida” porque nos da a Dios. De hecho, mientras que el Señor parece pasar desapercibido entre dos malhechores, uno de ellos, consciente de sus pecados, se abre a la verdad, llega a la fe e implora «al rey de los judíos»: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». De quien «existe antes de todas las cosas y en él todas subsisten» (Col 1, 17) el llamado «buen ladrón» recibe inmediatamente el perdón y la alegría de entrar en el reino de los cielos. «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso». Con estas palabras Jesús, desde el trono de la cruz, recibe a todos los hombres con misericordia infinita. San Ambrosio comenta que «es un buen ejemplo de la conversión a la que debemos aspirar: muy pronto al ladrón se le concede el perdón, y la gracia es más abundante que la petición; de hecho, el Señor dice san Ambrosio siempre concede más de lo que se le pide (...) La vida consiste en estar con Cristo, porque donde está Cristo allí está el Reino»
Reconozcamos en el corazón traspasado del Crucificado el misterio de Dios. Creamos que Jesús es verdaderamente el Rey; que lo es precisamente porque permaneció en la cruz y, de ese modo, dio la vida por los pecadores. En el Evangelio se ve que todos piden a Jesús que baje de la cruz. Lo insultan, pero es también un modo de disculparse, como si dijeran: no es culpa nuestra si tú estás ahí en la cruz; es sólo culpa tuya porque, si tú fueras realmente el Hijo de Dios, el Rey de los judíos, no estarías ahí, sino que te salvarías bajando de ese tormento perverso. Por tanto, si te quedas ahí, quiere decir que tú estás equivocado y nosotros tenemos razón. El drama que tiene lugar al pie de la cruz de Jesús es un drama universal; atañe a todos los hombres frente a Dios que se revela por lo que es, es decir, Amor. En Jesús crucificado la divinidad queda desfigurada, despojada de toda gloria visible, pero está presente y es real. Sólo la fe sabe reconocerla: la fe de María, por ejemplo. Y la fe del buen ladrón: una fe apenas esbozada, pero suficiente para asegurarle la salvación: «Hoy estarás conmigo en el paraíso».
Es decisivo el «conmigo». Sí, esto es lo que lo salva. Ciertamente, el buen ladrón está en la cruz como Jesús, pero sobre todo está en la cruz con Jesús. Y, a diferencia del otro malhechor, y de todos los demás que los escarnecen, no pide a Jesús que baje de la cruz ni que lo bajen. Dice, en cambio: «Acuérdate de mí cuando entres en tu reino». Lo ve en la cruz, desfigurado, irreconocible y, aun así, se encomienda a él como a un rey, es más, como al Rey. El buen ladrón cree en lo que está escrito en la tabla encima de la cabeza de Jesús: «rey de los judíos»: lo cree, y se encomienda. Por esto ya está, en seguida, en el «hoy» de Dios, en el paraíso, porque el paraíso es estar con Jesús, estar con Dios.
El Evangelio de hoy nos llama a estar con Jesús, como María, y no a pedirle que baje de la cruz, sino a permanecer allí con él. Toda nuestra vida consiste en la fe, pero una fe que debe pasar a través del escándalo de la cruz, para llegar a ser auténtica, verdaderamente «cristiana». Una fe verdadera, pascual, una fe que no quiere hacer que Jesús baje de la cruz, sino que se encomienda a él en la cruz.
El Evangelio nos invita a creer que Jesús es Dios, que es el Rey precisamente porque ha llegado hasta ese punto, porque nos ha amado hasta el extremo. Y esta realeza paradójica debemos testimoniarla y anunciarla como hizo él, el Rey, es decir, siguiendo su mismo camino y esforzándonos por adoptar su misma lógica, la lógica de la humildad y del servicio, del grano de trigo que muere para dar fruto.
Todo se centra en Cristo, Señor de los corazones, de la historia y del cosmos: «Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1, 19-20). Queridos hermanos, estamos llamados a anunciar siempre al mundo a Cristo «imagen del Dios invisible», a Cristo «primogénito de toda la creación» y «primogénito de entre los muertos», para que —como escribe el Apóstol— «tenga él el primado sobre todas las cosas» (Col 1, 15.18).
Porque eres Hijo de Dios
y eres hijo de María,
porque eres Palabra eterna
de humana carne vestida,
porque eres el Primogénito,
del Padre la imagen viva,
eres Rey de cielo y tierra,
y ante ti todo se inclina.
Cuando el pecado
pobló de cardos y ortigas
esta tierra que tu amor
había poblado de risas,
tomaste nuestra miseria
y tomaste nuestra vida;
te hiciste pecado amargo,
te hiciste dolor y espina.
Toma en tus manos ahora
esta creación enemiga,
y devuélvenos al Padre,
criaturas buenas y limpias;
toda criatura es tu reino
por origen y conquista,
y por ello te adoramos,
camino, verdad y vida. Amén.